08 septiembre 2007

La chica del autobús

Tenemos el mismo horario laboral y trabajamos por la misma zona. Me la encuentro, día sí día también, en la parada del autobús de la EMT que nos lleva a nuestras respectivas ocupaciones. Es raro el día que no la veo.

La verdad es que tardé bastante tiempo en fijarme en ella, no suelo ser muy observador a las ocho de la mañana (imbuido en mis pensamientos, mis mp3 y mi radio suelo ir bastante despistado) pero poco a poco me dí cuenta que coincidíamos todos los días y comencé a prestarle algo más de atención.



Es atractiva, no puedo negarlo (aunque ese detalle, que de manera natural ayudaría a fijar atenciones, no es importante en este caso). Con el tiempo me sabía de memoria su fondo de armario y jugaba a adivinar, en función de su vestimenta, su maquillaje, su comunicación corporal y su cara (que es el espejo del alma), su estado de ánimo. Hoy está contenta. Hoy tiene un mal día. Hoy ha tenido bronca en casa. Hoy desborda vitalidad.

Últimamente ella también me mira a mí, no se si porque observar a otra persona se nota por muy de refilón que lo hagas, o porque está tan aburrida como lo estoy yo y también observa. Me pregunto que estará pensando esos diez minutos que tarda el trayecto y resuelvo que seguramente en cosas muy parecidas a las que pienso yo, en su chico, en su inaguantable jefe, en las vacaciones, en que tiene que cambiar los muebles del salón, en la hipoteca o el alquiler, en la compra, en sus infelicidades y sus metas, en la vida en definitiva. Incluso, rizando el rizo, podría pensar, aunque fuera por un segundo, en como sería la vida de ese gordinflón con chaqueta talla 60 y corbata horrible que se sienta todos los días en el fondo del autobús y de vez en cuando la mira.

Ni por un momento se me ha ocurrido ir un poco más allá. Ni aguantar miradas, ni sonrisitas, ni mucho menos propiciar un acercamiento que acabe en conversación. Básicamente por dos razones, porque uno ya esta mayor para ir de ligoncete de autobús de cuarta y ya tengo cubierta la necesidad afectiva maslowediana con la Sra. Bedel (además con lo adefesio que soy, ni siquiera me lo planteo, me daría calabazas ipsofactamente que diría un amigo mío) y, sobre todo, porque se perdería el halo de misterio, esa especie de magnetismo que surge cuando ambos coincidimos y comenzamos ese juego de imaginaciones mutuas, esa comunicación telepática efímera y rutinaria a la vez, que se repite todos los días pero que todos los días es diferente, interesante, atractiva.

Nunca hablaré con ella. Nunca sabré su nombre. Ella tampoco el mío. Un día quizás no la volveré a ver más, pero siempre será la chica del autobús.

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